Fred Astaire

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Noviembre siempre fue uno de esos meses sujetos a mi predilección, se despide y se presenta al mismo tiempo el juego de las distancias entre el sol y su ausencia. Tiempo de brujas y de fieles difuntos, se oxidan copas de pulmones y caen cansadas de esperar que el vaso se llene de todo aquello que la amnesia no logró relegar a un segundo plano en la memoria, esa que nos atiza rompiendo silencios.

Su encanto reside principalmente en la exigencia de mirar dentro de nosotros mismos antes que el foráneo contexto, muy a pesar de que gélidas estaciones marquen el ritmo al que salvaguardaremos este vaivén de sensaciones que florecen de manera inversamente proporcional a la pérdida de color de fondo en este lienzo. 

Cada día las certezas son más difusas, roedores y felinos compartiendo historias bélicas de antaño, colgando sus pies entre barrotes invisibles e ignorando al rebaño y a cierta maravilla imposible de pasar desapercibida de no ser por el fuego que habita en su interior y que atrae una lluvia inesperada, como con ávidos de extinguirlo, pobre, sin éxito. 

Lucha naciente entre la celeridad y el sosiego, el estruendo y el silencio, entre la cascada y el manantial. Allí donde se funden y se encuentran términos medios, se topan el invierno y el verano, se preparan para acuartelarse, a mirar todo lo adentro que se pueda, a contracorriente y en continua huida de todo aquello que parece ni vencerles, ni convencerles. 

"Termina cada día antes de comenzar el siguiente, e interpón un sólido muro de sueño entre los dos".

Disfrutad

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